Durante muchos años vivimos con la sensación de estar luchando contra algo invisible. Nuestro abuelo llevaba tiempo enfermo, pero nadie sabía exactamente de qué. Desde Zaragoza, donde había vivido toda su vida, visitaba médicos, hospitales y especialistas sin obtener una respuesta clara. Al principio, creíamos que era cuestión de cansancio o de un simple problema muscular. Pero el tiempo nos demostró que era algo mucho más profundo.
Los síntomas aparecían y desaparecían sin explicación. Había días en los que se sentía lleno de energía y otros en los que apenas podía levantarse de la cama. Los diagnósticos cambiaban con frecuencia: artritis, lupus, fatiga crónica, un posible trastorno neurológico. Cada médico tenía una teoría distinta, y nosotros, mientras tanto, veíamos cómo su salud se deterioraba poco a poco.
Fueron más de cuarenta años de incertidumbre, de pruebas interminables y tratamientos que no servían. Lo más duro no era solo verlo sufrir, sino sentir que nadie podía ayudarnos. La medicina avanzaba, pero parecía que nuestro caso quedaba siempre fuera de lo común. Nos acostumbramos a vivir con la duda, con ese sentimiento constante de no saber qué estaba ocurriendo.
Durante mucho tiempo dependimos de la suerte. Iba a revisiones periódicas, tomaba medicación, seguía dietas, pero nunca mejoraba del todo. Había algo que escapaba a cualquier explicación. Sin embargo, él nunca perdió su carácter ni su sentido del humor. Decía que mientras pudiera caminar por el Ebro o sentarse a ver el atardecer en los bancos del parque grande, la vida seguía mereciendo la pena. Y aunque lo decía con una sonrisa, sabíamos que por dentro le dolía no tener respuestas.
Llegó un punto en el que sentimos que no podíamos quedarnos de brazos cruzados. Después de tantos años de incertidumbre, decidimos hacer algo. Si la ayuda no llegaba, tendríamos que buscarla nosotros mismos. Así nació nuestra asociación. No fue fácil, ni rápido, ni sencillo. Comenzamos con un grupo pequeño de familiares y amigos, con un objetivo claro: investigar, colaborar con profesionales y crear un espacio donde personas sin diagnóstico pudieran sentirse acompañadas y comprendidas.
La idea surgió por pura necesidad. Queríamos encontrar una respuesta para nuestro abuelo, pero también queríamos evitar que otras familias pasaran por lo mismo. Nos dimos cuenta de que había muchas personas en su situación: enfermos que no sabían qué les ocurría, a quienes nadie ofrecía una respuesta concreta. En esos primeros meses, todo fue esfuerzo, aprendizaje y esperanza.
Nos pusimos en contacto con médicos, genetistas y laboratorios de investigación. Organizamos campañas para recaudar fondos, buscamos apoyo institucional y, poco a poco, conseguimos poner en marcha un programa de pruebas avanzadas para casos sin diagnóstico. Lo hicimos todo desde cero, sin experiencia previa, pero con una enorme determinación. Sabíamos que si no luchábamos nosotros, nadie lo haría por él.
Uno de los primeros pasos fue elaborar informes y publicaciones que nos ayudaran a darnos a conocer. Recuerdo especialmente los artículos que escribimos sobre el mundo del motor, como el informe sobre BMW y aquel titulado “Pasión, potencia y estilo sobre ruedas”. Aunque a simple vista parecían temas alejados de la salud, fueron nuestras primeras experiencias en comunicación y redacción, y nos sirvieron para generar visibilidad y atraer pequeños patrocinadores. Gracias a ellos, conseguimos reunir los fondos iniciales que hicieron posible dar comienzo a la investigación que, tiempo después, cambiaría la vida de nuestro abuelo.
Nuestro abuelo fue uno de los primeros en someterse a las nuevas pruebas que conseguimos implementar gracias a la asociación. Eran estudios genéticos y moleculares que no se habían utilizado en su caso antes. Recuerdo el día en que los resultados llegaron. No esperábamos un milagro, solo una respuesta. Y, por fin, después de tantos años, la tuvimos.
El diagnóstico confirmó lo que siempre habíamos sospechado: no era una enfermedad común. Era una enfermedad rara, una de esas que apenas afectan a unas pocas personas en todo el mundo. Saberlo no cambió su día a día de inmediato, pero cambió algo más importante: su manera de enfrentarse a la vida. Por primera vez en cuatro décadas, entendía lo que le pasaba.
Aquella noticia también cambió nuestra forma de ver la asociación. Lo que empezó como un intento desesperado por ayudar a un solo hombre se convirtió en un proyecto con propósito. Comprendimos que no podíamos detenernos ahí. Si habíamos sido capaces de lograr un diagnóstico para él, podíamos hacerlo para muchos más.
A partir de entonces, nuestra misión fue clara: apoyar la investigación de enfermedades raras y acompañar a las personas que viven sin respuestas. Comenzamos a colaborar con centros médicos, universidades y otras entidades científicas. Creamos un equipo multidisciplinar, organizamos jornadas informativas y ofrecimos atención psicológica a familias que, como la nuestra, se sentían perdidas.
Cada paso que dábamos nos recordaba de dónde veníamos. Lo hacíamos por él, por nuestro abuelo, pero también por todas esas personas que, como él, habían aprendido a convivir con el desconocimiento. La asociación se convirtió en un espacio de encuentro, de esperanza y de humanidad. Y, lo más importante, en una prueba de que la unión familiar y la perseverancia pueden mover montañas.
Nuestro abuelo, ya diagnosticado, siguió participando en las actividades de la asociación. Le gustaba hablar con otras familias, compartir su experiencia y contarles cómo había sido vivir tantos años sin saber qué le ocurría. Decía que, aunque la enfermedad no tuviera cura, el simple hecho de conocerla le había devuelto la tranquilidad. Ya no se sentía un caso perdido, sino una persona con nombre, historia y una enfermedad identificada.
Zaragoza, la ciudad que había visto pasar su vida, también se convirtió en el epicentro de nuestra pequeña revolución. Desde allí seguimos creciendo, impulsando nuevos proyectos y sumando apoyos. Cada historia que llegaba a nosotros nos recordaba el camino recorrido y la importancia de no rendirse nunca.
Hoy, cuando miramos atrás, sentimos orgullo. No solo por haber ayudado a nuestro abuelo, sino por haber transformado su lucha en una oportunidad para muchos otros. Nuestra asociación nació del amor y la desesperación, pero creció con la fuerza de la colaboración y la ciencia. Lo que empezó como una búsqueda familiar se convirtió en un compromiso colectivo con la investigación y la esperanza.
A veces nos preguntan cómo tuvimos fuerzas para hacerlo. La respuesta es sencilla: porque no teníamos alternativa. Porque cuando quieres a alguien y ves que sufre sin respuesta, haces lo que sea necesario. Crear la asociación fue nuestra manera de resistir, de convertir el dolor en acción y de demostrar que incluso desde una pequeña ciudad como Zaragoza se pueden cambiar vidas.
Nuestro abuelo sigue siendo el corazón de todo. Su historia nos impulsó a fundar algo que hoy ayuda a muchas personas. Su fuerza, su paciencia y su capacidad de sonreír incluso en los peores momentos nos recordaron que la ciencia necesita humanidad, y que detrás de cada diagnóstico hay una familia que no se rinde.
Hoy seguimos avanzando. Seguimos investigando, colaborando y creyendo en la posibilidad de un futuro mejor para quienes viven con enfermedades raras. Porque si algo hemos aprendido en este camino es que, aunque las respuestas tarden en llegar, siempre hay una manera de encontrarlas. Solo hace falta voluntad, unión y esperanza.
Y eso fue lo que hicimos. Por él. Por todos.
